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La primera Conferencia Internacional del CITO de 1997 abrió la discusión sobre problemas centrales a resolver para avanzar en la comprensión de la actual situación política mundial. Dichos problemas se enumeraron así:
Sobre los anteriores puntos la Segunda Conferencia Internacional ha logrado avances y definiciones significativos, que se condensan en este documento y servirán de marco general para las orientaciones políticas del CITO y las discusiones que se desarrollarán hacia la próxima Conferencia Internacional.
En la década de los 80, con la huelga de los controladores aéreos en Estados Unidos y la de los mineros británicos, comienza una seguidilla de derrotas de la clase obrera y el movimiento de masas mundial, que culmina a principios de los años 90 con el comienzo de liquidación de los Estados obreros burocráticos. En el curso de este proceso también son derrotados los centros fundamentales del ascenso revolucionario: América Central, el Cono Sur de América Latina, Sudáfrica, Palestina. Esta derrota se convierte en cualitativa y de carácter histórico por la pérdida de las máximas conquistas políticas y sociales alcanzadas por el movimiento obrero internacional: los Estados obreros. Con ello se cierra la etapa de ascenso revolucionario abierta en 1943 con el triunfo de Stalingrado.
En la URSS y los países del Glacis se ha producido una contrarrevolución político-social desde el momento en que la burocracia gobernante dejó de apoyarse en la economía estatizada para convertirse en restauradora del capitalismo, es decir, en el punto en que deja de ser agente indirecta del imperialismo y se transforma en agente directa. Esto significa que el Estado cambia de carácter, de obrero-burocrático a capitalista, porque la superestructura estatal, los regímenes y los gobiernos, se lanzan a ejecutar una contrarrevolución económico-social: privatizar los medios de producción y de cambio (aunque sea a través de formas transitorias como las cooperativas, la venta de acciones a los trabajadores u otras) y eliminar el monopolio estatal del comercio exterior.
Este proceso está plagado de contradicciones y no se realiza de un solo golpe; más aún, que termine de reestructurar la economía de Rusia transformándola en un capitalismo normal con una burguesía nacional digna de ese nombre detonará todo tipo de enfrentamientos entre el régimen y el movimiento obrero, entre el poder central y las nacionalidades oprimidas, entre sectores de la propia burguesía emergente e incluso de sectores de esta burguesía emergente con la ofensiva semicolonizadora del imperialismo. Pero el hecho fundamental es que en la ex URSS y en los países del Glacis el Estado ha dejado de ser obrero-burocrático y ya es burgués. Un resultado similar, aunque por una vía diferente, es la destrucción del Estado obrero-burocrático de Alemania oriental vía su incorporación a la Alemania imperialista. La conclusión central de este análisis es que en todos estos países ya no está planteada la tarea de la revolución política, sino la revolución político-social.
No tenemos una definición clara de qué son hoy China, Cuba, Corea del Norte y Vietnam; también allí los gobiernos burocráticos introducen fuertes elementos de restauración, pero por el momento seguimos definiendo a estos países como Estados obreros-burocráticos en regresión al capitalismo.
Este desenlace ha sido producto de la combinación de una serie de factores: la derrota de la URSS en Afghanistán a manos de una guerrilla de masas proimperialista después de la criminal invasión del país que lanzó el Kremlin, la presión económica y militar imperialista, el desastre de la economía generado por la burocracia y, finalmente, las movilizaciones de masas que, expresando el proceso de revolución política antiburocrática, terminaron arrojando al grueso de la burocracia al campo de la restauración del capitalismo. Pero el factor fundamental de éstas y las demás derrotas fue la crisis de dirección revolucionaria del proletariado. La ausencia de partidos trotskistas implantados en la clase obrera dejó a ésta y a sus movilizaciones a merced de las direcciones pequeñoburguesas y burocráticas y, por esa vía, las masas entregaron el poder a sus enemigos de clase contrarrevolucionarios. Es también la crisis de dirección revolucionaria lo que explica las derrotas en los demás centros de la revolución mundial.
La derrota del ascenso y la caída de los Estados obreros burocráticos, con el consiguiente cierre de la etapa revolucionaria, ha generado cambios fundamentales en el frente contrarrevolucionario mundial. Sus integrantes siguen siendo los mismos: los gobiernos imperialistas, las burguesías nacionales de los países atrasados, las direcciones traidoras del movimiento de masas, las iglesias. Pero se ha alterado radicalmente el carácter de ese frente, de defensivo frente al ascenso a ofensivo para terminar de aplastar a la clase obrera mundial y a los pueblos semicoloniales. También ha cambiado totalmente la relación de fuerzas a su interior: las direcciones traidoras, enormemente debilitadas por la derrota que ellas mismas provocaron, se han visto reducidas a hacer de comparsa de la política imperialista. Los gobiernos burgueses de los países atrasados, también muy debilitados por el salto en la semicolonización, ya no pueden negociar con el imperialismo en los mismos términos que en el período anterior. Y en la medida en que cada día pesa más la salida militar a los conflictos, el conjunto del frente contrarrevolucionario, incluidos los países imperialistas más débiles, se ve obligado a aceptar el rol de dirigente del imperialismo norteamericano.
En la anterior etapa revolucionaria definíamos la situación mundial como el enfrentamiento entre un frente revolucionario objetivo, que articulaba un ascenso revolucionario mundial bajo la forma de una insurrección de masas, y el frente contrarrevolucionario mundial. Y precisábamos que ese ascenso tenía profundas desigualdades: se desarrollaba ante todo como un proceso revolucionario muy fuerte en el mundo colonial y semicolonial, con estallidos de la revolución política en los Estados obreros burocráticos, generalmente derrotados con la excepción de las primeras etapas de la revolución polaca, y que no incluía a los destacamentos pesados de la clase obrera, la de los países imperialistas y la de la URSS. Al presente período debemos definirlo como de una brutal ofensiva económica, política y militar del frente contrarrevolucionario, a la que el movimiento obrero y de masas sólo logra oponer una resistencia débil, totalmente desarticulada a escala internacional y que sufre derrota tras derrota.
Esta inversión radical en la relación de fuerzas, de favorable a la revolución en la etapa anterior a favorable a la contrarrevolución en el presente, se manifiesta en los dos polos de la lucha de clases: ha cambiado el carácter de las luchas obreras y de masas y ha cambiado también la política del enemigo de clase: el imperialismo y la burguesía. La clase obrera y las masas se han visto obligadas a retroceder a luchas defensivas, de resistencia, que sufren derrota tras derrota. El imperialismo, por su parte, vuelve a recurrir a los métodos directamente contrarrevolucionarios, de lucha armada, y las burguesías muestran una marcada tendencia hacia imponer regímenes bonapartistas o semibonapartistas. Éstas son las tendencias fundamentales del actual período, que definimos como una transición de signo ultrarreaccionario o contrarrevolucionario.
La combinación entre la derrota del ascenso revolucionario y la crisis económica está generando un cambio radical en la política imperialista. Después de Vietnam, el imperialismo yanqui, en situación de debilidad, debió recurrir a una política defensiva de reacción democrática: regímenes democrático burgueses y negociaciones con las direcciones del movimiento de masas para desviar el ascenso hacia las urnas. En los últimos años de la presidencia de Carter y durante el gobierno de Reagan, aprovechando el respiro que le otorgó la traición del stalinismo y las restantes direcciones traidoras, Estados Unidos comenzó a incorporar sus tradicionales métodos de lucha armada contra las masas, pero aún débilmente, sin recurrir a la guerra ni a la invasión, sino apoyándose en guerrillas contras, como la nicaragüense y la afghana; el centro de su política seguía siendo la reacción democrática, pero ahora apoyada por la presión militar: garrote para imponer la zanahoria. Después del primer y débil ensayo de Granada, Estados Unidos ejecutó su primera operación militar contrarrevolucionaria importante con la invasión a Panamá. Esta escalada, a pesar de algunos contrastes como los del Líbano y Somalia, siguió in crescendo hasta desembocar en la agresión a gran escala contra Irak y alcanzó su punto cualitativo en Yugoslavia, primero en Bosnia y especialmente en el Kosovo.
El triunfo imperialista en Kosovo tiene un carácter cualitativo por varias razones. Primero, es una acción en Europa, no en un país periférico como las anteriores. Segundo, tiene que ver con el proceso de restauración capitalista en los ex Estados Obreros burocráticos y muestra una estrategia más de conjunto: aprovechar los conflictos que la restauración va haciendo estallar, de modo de asegurar el control militar y político directo del imperialismo sobre ese proceso. Tercero, muestra un cambio cualitativo en el carácter de la OTAN, que se formaliza en medio de los bombardeos en la reunión celebrada en ocasión de su quincuagésimo aniversario: ahora es el aparato militar del imperialismo yanqui y europeo, comandado por el primero, para intervenir en cualquier punto del planeta. Cuarto, señala el retorno a la acción militar contrarrevolucionaria del imperialismo alemán, impedido de hacerlo fuera de sus fronteras desde la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial.
A partir de Kosovo, podemos afirmar que el cambio en la política del imperialismo yanqui se consolida: ya no es más una política defensiva de reacción democrática apoyada en medios militares; ahora es la vieja política ofensiva de métodos de lucha armada contra las masas encubierta bajo una fachada democrática y negociadora. Una política que el imperialismo yanqui aplica cuidadosamente, evitando por el momento las guerras que puedan significarle gran número de bajas, sondeando hasta dónde se ha extinguido en el pueblo norteamericano el síndrome de Vietnam y buscando el apoyo o al menos la pasividad de las masas norteamericanas así como el apoyo de masas de algún sector involucrado en el conflicto como los bosnios musulmanes o los albanokosovares. Pero, así y todo, es otra política u otra combinación de políticas cualitativamente diferente de la del garrote para imponer la zanahoria, ya que su eje no es la reacción democrática sino los métodos de lucha armada.
Esta política coexiste con la vieja de reacción democrática, que se aplica en aquellos países o procesos en los que la derrota le permite mantener cierta estabilidad y el control a través de regímenes burgueses nacionales más o menos democráticos o bonapartistas; tal el caso de América latina. Y también en regiones o países altamente críticos, como el Oriente medio, donde la combinación entre la derrota de la Intifada, la superioridad militar de Israel y la traición de Arafat permiten encarrilar el proceso por esa vía. En síntesis, el imperialismo yanqui aplica su política de contrarrevolución por medios militares allí donde lo necesita, pero éste es el elemento nuevo y dinámico, que marca una de las tendencias fundamentales del actual período.
Un elemento central que ha permitido al imperialismo yanqui este cambio sustancial en su política contrarrevolucionaria ha sido la liquidación de la ex URSS y, con ella, del sistema militar constituido por el Pacto de Varsovia. Esto ha significado un giro radical en la relación de fuerzas militar a escala mundial.
Acompañando el cambio en la política imperialista se desarrolla una tendencia al cambio en los regímenes burgueses hacia formas bonapartistas o semibonapartistas. Tal es el caso de muchos países de América latina, donde se fortalece el Poder Ejecutivo a través del mecanismo reeleccionista (Brasil, Perú, Argentina, Venezuela y se discute si aplicarla en Colombia) y se recurre cada vez más al gobierno por decreto y a otros mecanismos bonapartistas como los plebiscitos y referendums. Donde la crisis ha devastado las economías locales a un grado extremo, como en el África negra (a excepción de Sudáfrica), proliferan los regímenes totalitarios.
Estas tendencias al empleo de métodos militares por el imperialismo y a la bonapartización de los regímenes políticos expresan una tendencia estructural del capitalismo en su fase de descomposición, imperialista: el régimen de los monopolios o no es la democracia burguesa característica del período de la libre competencia sino el bonapartismo y el fascismo. Esta tendencia estructural fue contenida por el ascenso revolucionario y vuelve a manifestarse crudamente ahora que ese ascenso fue derrotado. La crisis económica obliga al imperialismo y a la burguesía a atacar cada vez más brutalmente las condiciones de vida y de trabajo de las masas, al tiempo que genera contra dicciones entre sectores de la propia burguesía por el reparto de un botín que se achica. Las tendencias totalitarias responden, pues, a una doble necesidad: erigir un régimen fuerte, capaz de arbitrar en los conflictos interburgueses y, sobre todo, capaz de aplastar la resistencia de las masas llegando incluso hasta la destrucción de las organizaciones sindicales y, en su extremo fascista, de la vanguardia obrera y de todas las libertades formales.
En el marco de esta dinámica, la descomposición del capitalismo imperialista se ha manifestado en la eclosión de una nueva crisis económica, iniciada en 1994 *** con el tequilazo, y continuada con el colapso del Asia-Pacífico, la crisis rusa y luego la brasileña. Esta crisis se inscribe en el proceso de crisis crónica de la economía mundial, y obedece al mismo mecanismo de los picos anteriores tal cual fueron descritos en las Tesis de la LIT de 1984
Sin embargo, la crisis actual muestra algunas características que la hacen diferente de las anteriores: el prolongado período de crecimiento de la economía mundial, especialmente la norteamericana, que la precede, y su profundidad, extensión y duración, que, al día de hoy, configuran una recesión mundial.
El elemento contradictorio de esta crisis mundial es que hasta hoy no ha frenado el crecimiento de la economía más poderosa del planeta, la de Estados Unidos, asentada en la explotación del mundo semicolonial y de su propio proletariado, así como en la transferencia de plusvalía de los imperialismos más débiles, los europeos y el japonés.
La dinámica actual de esta crisis parece apuntar hacia un crack de la economía norteamericana, en cuyo caso la economía mundial podría entrar en un período de depresión inédito desde los años 30. Incluso si así no ocurriese y la economía capitalista mundial pudiese recuperarse por medio de un nuevo y brutal salto en la explotación de la clase obrera y del saqueo de los países atrasados, parece haberse abierto un período nuevo en la crisis crónica, que tiende a desembocar en la depresión en alguna de las futuras crisis que se presenten.
La crisis económica agudiza la competencia interburguesa e interimperialista y muestra una dinámica hacia el estallido de guerras interburguesas. El eslabón más débil de la economía mundial, África, sobre todo el África negra subsahariana, vive una situación de guerra crónica que no respeta las fronteras artificiales erigidas por el dominio colonial imperialista. Son guerras en las que diferentes sectores burgueses, que se apoyan generalmente en etnias (como los hutus y los tutsis), luchan entre sí, muchas veces con diferentes imperialismos apoyando a uno y otro bando. El sur de Asia vive en permanente zozobra por el recrudecimiento de la situación bélica entre la India y Pakistán, dos países con armas nucleares, que de cobrar mayor envergadura podría involucrar a China. El sur de la ex URSS ha sido y es escenario de guerras entre naciones, como la que estalló entre armenios y azeríes y la que ahora está en curso entre Rusia y Chechenia. El conflicto de los Balcanes no ha terminado con el Kosovo, y lo más probable es que se siga extendiendo más allá del territorio de la ex Yugoslavia. En América Latina, un continente con muy pocas guerras interburguesas en lo que va del siglo, en los últimos años ha estallado la guerra entre Perú y Ecuador, y recientemente se ha incrementado la tensión entre Nicaragua por un lado y Honduras y Colombia por el otro, así como entre este último país y Venezuela.
Fuera del África, no es una situación generalizada, pero de producirse una depresión de la economía mundial es previsible un acrecentamiento de las guerras interburguesas en los eslabones más críticos del mundo semicolonial.
La crisis económica también incrementa la competencia y, por ende, las tensiones entre los países o bloques imperialistas. Cada vez son más frecuentes las guerras comerciales puntuales, como la del fletán entre España y Canadá, la de la banana entre Estados Unidos y Europa, la de la carne entre Francia y Gran Bretaña. El fracaso de la última reunión de la Organización Mundial del Comercio, realizada en Seattle, Estados Unidos, muestra la agudización de las contradicciones económicas interimperialistas. De estallar una depresión mundial la competencia interimperialista se hará feroz y también tenderá a una solución por la vía armada. Sin embargo, la superioridad militar de Estados Unidos es tan grande que en el corto plazo es imposible que estalle una tercera guerra mundial interimperialista. El intento de construir un organismo militar europeo que coordine a los ejércitos de los imperialismos de la UE sin la participación de Estados Unidos apunta a lograr un mayor equilibrio de fuerzas con este último país.
Es en el marco de la definición general de la realción de fuerzas donde debemos ubicar las desigualdades que existen, que van desde países en los que la clase obrera ha sufrido derrotas muy duras que la han dejado prácticamente a merced de la burguesía y con una mínima capacidad de resistencia, como Gran Bretaña, la Argentina y Bolivia, hasta, en el otro polo, países en los que estallaron procesos de tipo insurreccional o semiinsurreccional como Albania, Indonesia o Ecuador. Y, entre esos dos polos, países en los que la clase obrera ha desarrollado una resistencia más tenaz y orgánica, especialmente los de Europa continental y Corea del Sur.
La dialéctica de la situación es que, de cualquier manera, la relación de fuerzas general se impone sobre los fenómenos nacionales de la lucha de clases. Los escasos triunfos parciales se convierten rápidamente en derrotas. Albania hace una revolución y a renglón seguido sirve de base de apoyo a la agresión imperialista en Kosovo. Los obreros alemanes conquistan una reducción de la jornada de trabajo pero tienen que contemplar impotentes como su burguesía imperialista interviene militarmente fuera de sus fronteras por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial. La seguidilla de huelgas nacionales en Ecuador derriba un gobierno, pero culmina en una derrota cada vez más profunda del movimiento obrero. Esta dialéctica expresa la relación de fuerzas general entre la revolución y la contrarrevolución a escala mundial, que es una relación ante todo política.
El triunfo de la contrarrevolución sobre el ascenso revolucionario llevó al extremo la crisis de dirección revolucionaria del proletariado con la destrucción de la LIT-CI a manos del revisionismo, con la absorción por la reacción democrática de la inmensa mayoría del movimiento trotskista y con la cancelación de la posibilidad de que surgieran corrientes trotskizantes de la crisis de los aparatos tradicionales y de las organizaciones pequeñoburguesas radicalizadas. La muerte de Moreno también se convirtió en un factor objetivo de esa crisis, puesto que dejó sin dirección al ala revolucionaria de la LIT-CI hoy organizada en el CITO. La crisis de dirección revolucionaria es hoy más aguda que nunca antes en la historia de la clase obrera.
La reversión de esta relación de fuerzas desfavorable a la revolución sólo puede ser producto de grandes hechos objetivos de la lucha de clases, de signo cualitativamente distinto de la actual resistencia. Así como la Primera Guerra Mundial generó la violenta respuesta de la clase obrera y las masas europeas que culminó en la Revolución Bolchevique, así como la ofensiva nazi y la Segunda Guerra Mundial generaron el ascenso revolucionario que expropió a la burguesía en un tercio del planeta, serán las grandes calamidades que provocará la crisis económica y la ofensiva imperialista las que, en un momento que no podemos prever, cambiarán el signo de la lucha proletaria y popular, de defensiva a ofensiva, de molecular y aislada a general y articulada, de mínima y sindical a objetivamente revolucionaria e insurreccional.
La crisis de dirección revolucionaria no puede resolverse en este período, precisamente porque es un período de derrotas y porque las derrotas impiden que se destaquen de la clase obrera vanguardias clasistas y combativas, mucho menos trotskizantes o directamente revolucionarias que confluyan con nosotros en la construcción de la Internacional y sus secciones nacionales. La solución a la crisis de dirección revolucionaria se dará cuando los trotskistas empalmemos con un nuevo ascenso. La construcción de nuestros partidos no tiene, pues, el objetivo utópico de ganar la dirección de la resistencia. Nos preparamos para el nuevo ascenso que inexorablemente se dará, acumulando y formando cuadros, tratando de construir direcciones, acompañando a nuestra clase en sus pequeños triunfos y sus duras derrotas, haciéndonos cada vez más profesionales marxistas, leninistas y trotskistas de la revolución.
Nuestro programa debe ser el mismo que Trotsky elaboró como un programa para toda la época: el Programa de Transición, es decir, un sistema de reivindicaciones transitorias articuladas de tal manera que, partiendo de dar respuesta a las necesidades inmediatas de las masas, las conduzcan hacia la toma del poder. Deberá explicar a nuestra clase la situación que estamos viviendo y responder a los grandes problemas que ésta plantea en el terreno del qué hacer (las tareas), el cómo hacerlo (los métodos de lucha), la organización (los organismos soviéticos), los aliados revolucionarios (el campesinado y los sectores urbanos empobrecidos), el objetivo (la toma del poder, el gobierno obrero y campesino y/o popular) y la dirección (la Internacional).
La destrucción de los Estados obreros burocráticos ha generado una nueva necesidad, que no existía cuando Trotsky fundó la Cuarta Internacional: la reivindicación del marxismo. Trotsky luchaba contra las aberrantes deformaciones del marxismo representadas por el stalinismo; nosotros debemos luchar por el marxismo contra la falacia de que este ha fracasado que inculcan entre los trabajadores, los estudiantes y los intelectuales los propagandistas de derecha y de izquierda de la burguesía.
La destrucción de los Estados obreros burocráticos ha generado una segunda necesidad: explicar por qué ocurrió, es decir, que fue la burocracia stalinista y su teoría y política del socialismo en un solo país, y la alternativa que presentó el trotskismo de combate a esa burocracia.
Un punto que debemos modificar del programa es el planteo de revolución política para la ex URSS y los países del Glacis, sustituyéndolo por el de revolución político-social. Sin embargo, debemos mantener el programa de la revolución política, de la lucha por la democracia obrera, en el conjunto de las organizaciones del movimiento obrero, especialmente en los sindicatos. Y la defensa del régimen leninista como la forma de gobierno que proponemos para toda revolución obrera triunfante.
Sobre la base de estos avances, quedan dos puntos importantes de diferencias a saber: